Leyenda murciana
Hace tiempo, una campesina murciana quedó viuda con un hijo muy pequeño. Su única hacienda era una huerta que ella cultivaba con mucho esfuerzo para dar de comer a su hijo.
Todos los días, al amanecer, la joven salía de su casa con una cesta de frutas y verduras para venderlas en el mercado.
No tenía vecinos ni familiares que cuidaran de su hijico, y aunque se le rompía el corazón, no le quedaba más remedio que dejarlo solo en casa. Necesitaba el dinero para darle de comer.
-No te despiertes hasta que yo vuelva, ángel mío -murmuraba, y desde la puerta le lanzaba un beso con la mano. Procuraba regresar cuanto antes, pero siempre encontraba a su hijico llorando desconsolado en la cuna:
-¡Mamá!, ¿por qué te vas? ¡No te vayas más!
Pero un día, en que desesperada como siempre, corría de re¬greso a casa, al llegar, para su sorpresa, lo encontró riéndose a carcajadas.
-¿Hoy no has tenido miedo, Pencho? -le preguntó.
-Un ratoncico ha cantado una canción y hemos estado bailando.
La madre pensó que eran imaginaciones del niño y le siguió la corriente, pero, a los pocos días el pequeño comenzó a cantar una canción que ella desconocía.
-¿Quién te ha enseñado esa canción, Pencho?- le preguntó.
-El «ratón colorao».
-¿Y quién es el «ratón colorao» ?
-Me ha dicho que es un duende –contestó Pencho.
-Un duende... ¡Ah! Muy bien...
-¿Qué es un duende, mamá?
La joven madre se lo explicó como pudo y pensó que su hijo Pencho había soñado lo del «ratón colorao».
Pero un día encontró al pequeño leyendo un trozo de papel que se había quedado pegado en el fondo de la cesta de las verduras.
-Pero, Pencho, ¿tú sabes leer? -preguntó la asombrada madre.
-Sí, mira: aquí dice za-pa-to.
La madre, asustada, fue corriendo hasta la escuela del pueblo con su hijo de una mano y el trozo de papel en la otra.
-Señora maestra, ¿podría decirme qué pone aquí?
-Zapato. Ahí pone zapato.
La campesina, sin entender nada, se tuvo que sentar.
-Mi hijo ha aprendido a leer él solito -murmuró.
La maestra, que no se lo podía creer, se dirigió a la pizarra, escribió «Matu-salén» y le preguntó a Pencho:
-¿Qué pone aquí, pequeño?
-Matusalén -respondió el niño con una sonrisa angelical.
-¡Este niño es más listo que los «ratones coloraos»! -ex¬clamó la maestra-.
Desde mañana puede traerlo al colegio. Pencho, ¿cuántos años tienes? -le preguntó al niño.
-Tres.
-¿Quién te ha enseñado a leer?
-El «ratón colorao» -contestó el pequeño.
-No me engañes: habrá sido tu mamá.
-No, señorita. Yo no sé leer -dijo la madre.
-Pues dígale al niño que no se debe mentir.
La campesina volvió con su hijo a casa muy preocupada. Al día siguiente, salió de casa como si se dirigiera al merca¬do, pero se quedó fuera mirando por la ventana, dispuesta a averiguar quién visitaba a su hijo en secreto.
Poco después vio aparecer a un ratón vestido de rojo con una guitarra entre las manos.
El simpático animal comenzó a bailar alrededor de la cuna hasta que Pencho se despertó y se puso a bailar con él.
La madre abrió la puerta de pronto, pero, al instante, el ratón desapareció. Abrazó a Pencho con lágrimas en los ojos y pen¬só en agradecer de alguna forma al «ratón colorao» lo que hacía por su hijo.
Desde aquel día, dejaba una tostada con miel para su hijo y otra para el buen «ratón colorao».
Los mayores creemos que los «ratones coloraos» no existen pero, como de costumbre, estamos equivocados: lo que pasa es que no recordamos que nos visitaban en la cuna.
Aunque la madre de Pencho se lo recordó siempre a su hijo.