En la ribera del río Oka vivían felices numerosos campesinos; la tierra no era fértil, pero labrada con esmero producía lo necesario para vivir con tranquilidad y poder guardar algo de reserva.
Iván, uno de los labradores, estuvo una vez en la feria de Tula y compró una hermosísima pareja de perros, una especie de dragones pequeños muy violentos, para que cuidaran de su casa. Los perros al poco tiempo se hicieron conocidos por todos los campos del Oka por sus continuas correrías, en las que ocasionaban destrozos en los sembrados; las ovejas y los terneros no solían quedar bien parados.
Nicolai, vecino de Iván, en la primera feria de Tula compró otra pareja de perros para que defendieran su casa, sus campos y sus tierras.
Pero, a la vez que cada campesino para estar mejor defendido aumentaba el número de perros, éstos se hacían más exigentes. Ya no se contentaban con los huesos y demás sobras, sino que había que reservarles los mejores trozos de las matanzas y hubo que construirles recintos cubiertos y dedicar más tiempo a sus cuidados.
Al principio, los nuevos guardianes rieron con los antiguos, pero al pronto se hicieron amigos y los cuatro hicieron juntos las correrías.
Los otros vecinos, cuando vieron aumentar el peligro, se promocionaron también con más perros y así, al cabo de pocos años cada labrador era dueño de una jauría de 10 ó 15 perros.
Cuando oscurecía, al más leve ruido, los perros corrían furiosos y armaban tal escándalo que parecía que un ejército de bandidos fuera a asaltar la casa.
Los amos asustados cerraban bien sus puertas y decían:
- ¡Dios mío! ¿Qué sería de nosotros sin estos valientes perros que tan cuidadosamente cuidan de nuestra casa?
Entre tanto, la miseria se había asentado en la aldea; los niños cubiertos de harapos, padecían de frío y hambre, y los hombres, por más que trabajaban de la mañana a la noche, no conseguían arrancar del suelo el sustento necesario para su familia.
Un día se quejaban de su suerte delante del hombre más viejo y más sabio de la aldea, y como culpaban de ella al cielo, el anciano les dijo:
- La culpa la tenéis vosotros. Os lamentáis que en vuestra casa falta pan para vuestros hijos y veo que mantenéis a docenas de perros.
- Son los defensores de nuestros hijos.
- ¿Los defensores? ¿De quién os defienden?
- Señor, si no fuera por ellos, los perros extraños acabarán con nuestro ganado y hasta con nosotros mismos.
- ¡Ciegos!- , les contestó el anciano. ¿No comprendéis que los perros os defienden a cada uno de vosotros de los perros de los demás y que si nos los tuvierais no necesitaríais defensores que se comen todo el pan que debiera alimentar a vuestros hijos? Suprimid los perros y la paz y la abundancia volverán a vuestros hogares.
Y siguiendo el consejo del anciano se deshicieron de sus defensores y un año más tarde sus graneros y despensas no bastaban para contener las provisiones, y en el rostro de los hijos sonreía la salud y la prosperidad.